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CABALLO DE TROYA

Si se le preguntara por el Caballo de Troya a alguien que solo hubiese leído La Ilíada, no sabría de qué le hablaban. Porque en la Ilíada, el poema homérico que narra la Guerra de Troya, tal caballo, simplemente, no aparece. Pero si esa persona también hubiese leído la Odisea, sí sabría contar la historia. (Lo cual resulta difícil de explicar si sostenemos que ambos poemas son obra de un mismo autor, Homero.) En efecto, el primer testimonio conocido del Caballo de Troya no está en la Ilíada, como cabría suponer, sino en la Odisea. Lo cual, respecto a la antigüedad, dice muy poco: ambos poemas se remontan al siglo VIII a. de C.  En la Odisea, el hijo de Ulises, Telémaco, decide salir en busca de su padre, pues ya han pasado diez años desde el fin de la Guerra de Troya y en casa siguen sin noticias suyas. Llega a Esparta, adonde sí han regresado Menelao y Helena, y allí le cuentan, entre otras, la historia del caballo que su padre ideó para tomar la ciudad enemiga.

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Hay varias versiones, que hacen más hincapié en uno u otro detalle de la historia para lograr mayor verosimilitud. Por ejemplo, Virgilio, en La Eneida (I a. C.), dice que Laocoonte, que desconfiaba del supuesto regalo de los aqueos o dánaos (Timeo Danaos et dona ferentes) y le clavó su lanza, murió junto con sus dos hijos víctima de dos serpientes que surgieron cuando hacía un sacrificio, lo que, claramente, había que interpretar como un castigo de Atenea a los desconfiados. Y que guardias troyanos capturaron a un soldado griego llamado Sinón, que afirmaba falsamente haber escapado de una condena a muerte por el odio que le tenía Odiseo (Ulises), y que este supuesto pentito les había hecho creer a los troyanos que el caballo era un tributo a Atenea y que los aqueos lo habían hecho lo bastante grande para que no cupiera por las puertas de la ciudad, porque si entrara en ella supondría la gloria definitiva de Troya; los troyanos, entonces, habrían derribado

parte de la muralla para introducirlo.

En fin, la historia es sabida: en la construcción de madera que representaba un caballo se metieron algunos – los mejores – soldados griegos y cuando, por la noche, la ciudad estaba dormida, salieron y, según unos, abrieron las puertas de la ciudad a sus compañeros; según otros – ya que la muralla estaba rota para dejar pasar al caballo – iniciaron ellos mismos la escabechina y el saqueo. Y al final de Troya no quedó apenas nada.

Se suele ver este mito como la narración de un hecho ingenioso, a la manera de los cuentos en los que el héroe se vale de una artimaña inteligente para burlar la oposición del torpe enemigo y obtener así sus fines. Pero parece que hay más.

Polieno, un abogado macedonio del siglo II d. C. que escribió sobre estrategia militar, cuenta en uno de sus libros cómo, para conquistar Eritras (cerca de Esmirna, la actual Turquía), Cnopo, el hijo de Codros, recibió un oráculo que le decía que reclutara como general a la sacerdotisa de la diosa Enodia en Tesalia (actual Grecia, al este, entre las Termópilas y el monte Olimpo). Cnopo pidió ayuda en Tesalia y le ofrecieron a Crisamia, la sacerdotisa de Enodia, que era además una experta en drogas. Esta maga eligió al toro más grande y hermoso de su país y le adornó los cuernos y el cuerpo, y le puso una sustancia en la comida que volvía loco a quien la tomara. A continuación, dispuso un altar para sacrificarlo, pero el toro enloquecido consiguió escapar. Escapó hacia el enemigo. El enemigo lo vio, ricamente adornado y huyendo del sacrificio, y decidió sacrificarlo para sus dioses y para ellos. Se lo comieron y se volvieron locos. Entonces Crisamia le dijo a Cnopo que atacara. Los defensores de Eritras fueron incapaces de defenderse y la ciudad cayó.

¿Constituye este relato una versión de la misma historia del Caballo de Troya? Ambos relatos contienen elementos comunes: un animal engalanado para agradar a los dioses; procede del ejército rival; aparece a las puertas de la ciudad asediada; los defensores de la ciudad lo aceptan como un regalo; al final causa la muerte de todos ellos.

Entre los mitos y ritos hititas encontramos otro ejemplo muy similar. Cuando se daba una epidemia, se podía culpar a dioses extranjeros de causarla. En ese caso, se fabricaba una corona adornada con lana de cuatro distintos colores, se le ponía a un carnero y se mandaba el carnero hacia tierra del enemigo después de rezar la oración adecuada. Conviene tener en cuenta que los hititas desaparecieron hacia el siglo XII a. de C.

En este punto dirá el desocupado lector: “Bueno, y qué de nuevo, es lo que siempre hemos llamado el chivo expiatorio, y se reproduce en muchas fiestas populares en España, y suponemos que en otros muchos lugares.”

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El chivo expiatorio que conocemos hoy día es una creación de la Biblia, en ella se cuenta cómo Yahveh dictó a Moisés lo que debía comunicar a su hermano Aarón: el ritual del Gran Día de la Expiación. Se debía sacrificar un novillo y echar a suertes entre dos machos cabríos cuál de ellos sería muerto y cuál se convertiría en chivo expiatorio. Esto se cuenta en el Levítico, libro perteneciente a la Biblia y escrito entre los siglos VI y IV a. de C.

Uno de los machos cabríos estaría dedicado a Yahveh y el otro a Azazel. No tenemos más noticias de Azazel que esta. Por una primera lectura, se diría que se trata de un dios distinto de Yahveh. Otra interpretación dice que el nombre no tendría otro origen que el de “cabra que desaparece”, con lo cual nos hallaríamos ante la creación de un “dios etimológico”, o sea un sea un ser que se ha generado en versiones posteriores del mito primigenio a partir de una errónea interpretación de las palabras. Max Müller dijo que la mitología es una enfermedad de la lengua, pero nadie sigue a Müller en esta línea. Además, el sufijo -el, tan habitual en nombres hebreos con el significado de dios, invita a pensar de otra manera.

El asunto es que el cabrón destinado a Yahveh se sacrifica en su honor, mientras que el destinado a Azazel…

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Acabada la expiación del santuario, de la Tienda del Encuentro y del altar, Aarón presentará el macho cabrío vivo. Imponiendo ambas manos sobre la cabeza del macho cabrío vivo, hará confesión sobre él de todas las iniquidades de los israelitas y de todas las rebeldías en todos los pecados de ellos y cargándolas sobre la cabeza del macho cabrío, lo enviará al desierto por medio de un hombre dispuesto para ello. Así el macho cabrío llevará sobre sí todas las iniquidades de ellos, hacia una tierra árida, y soltará el macho cabrío en el desierto. (Levítico, 16, 20-22)

Es lógico imaginar el origen de este rito – absolutamente práctico y desprovisto de toda connotación religiosa o mágica – en el hecho de que se separara del rebaño cualquier animal enfermo antes de que infectara a los demás con su mal. Mejor que el individuo infectado no contagiara al resto del rebaño.

Pero también podemos pensar, ya puestos, en el ofrecimiento de un miembro de la tribu o la horda, impedido o de condiciones físicas inferiores, como víctima propiciatoria para un dios enemigo o un animal amenazante. Ya que va a matar a alguno, mejor elegimos nosotros a quién mata.En la Atenas clásica existía la institución del ostracismo. Consistía en expulsar a un ciudadano al que se consideraba obstáculo para el normal funcionamiento democrático de la ciudad. Y en toda Grecia se usaba desde antiguo el pharmakós para ahuyentar los males.  

Como su nombre sugiere, se entendía como una medicina capaz de curar o prevenir las enfermedades de la población. Se expulsaba a una persona de la ciudad y, a veces, se la mataba. Para preservar a los demás. En caso de epidemia, también es lógico separar cuanto antes a los contagiados.

Matar a una persona con el objetivo de salvar a muchas es una constante en casi todas las civilizaciones. Es un rito que se repite una y otra vez a lo largo de la historia y que podríamos describir como razonamiento humano universal. No vamos a entrar ahora en ese tema. Pero sí hay que mencionar – aunque sea solo de pasada – los múltiples ejemplos de sustitución de un rey para sacrificar a otra persona en su lugar con el fin de hacer creer a los dioses que el sacrificado es el rey, un miembro importante de la sociedad o una suerte de avatar del propio dios. En La Rama Dorada se nos presentan multitud de ejemplos, pero pocas veces se recuerda la narración de fray Bernardino de Sahagún sobre los rituales mexicas, cuando cuenta que cada año, en la festividad de tóxcatl (en primavera) se sacrificaba un joven al que antes se había dado un tiempo de vida regalada, como si fuera el señor de la nación.

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